A los 5 años, un compañerito me señaló con el dedo y me dijo, por primera vez, gorda. 

Ese día aprendí que mi cuerpo era algo malo para el resto, algo gracioso, algo feo. Ese día también aprendí que tenía que esconderme, hacerme más chica, pasar desapercibida.

Los métodos que utilicé fueron variados, constantes y persistentes. Pero uno de los que más tiempo me acompañó fue meter la panza. 

Metí tanto tiempo la panza, que cuando me di cuenta, no sabía cómo soltarla. No sabía cómo respirar con la panza suelta. Pero sobre todo, no sabía cómo mirarla sin sentir odio y asco.  sí, me lo habían enseñado antes de siquiera sumar. Hace un tiempo decidí que mi panza iba a estar siempre libre. Sin dolor de noche. Sin jeans que no me dejaran respirar. Sin vergüenza impuesta. 

Soltar la panza como un acto de rebeldía a esa obediencia que nos impusieron de niñas. 

Soltar la panza, y dar espacio al aire, a los pensamientos interesantes, a la vida misma.

Soltar la panza y con el tiempo acostumbrarnos a cómo se ve, al reflejo del espejo. Soltar la panza, y ver a otras soltando la panza.

Volver a ser niñas, volver a jugar sin saber lo que el resto piensa de nuestro cuerpo. Bailar como Shakira, correr a donde querramos, llegar a la meta, respirar hondo, y liberarnos.