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La enfermedad de la época: la deshumanización del sistema de salud, en primera persona

El sistema de salud ofrece enormes dificultades ante situaciones difíciles (Shutterstock)

El profesor de Historia y académico Federico Lorenz cuenta una experiencia familiar muy particular que revela las dificultades con las que se encuentran quienes transitan por el sistema de salud y sus enormes obstáculos.

Un día te encontrás con la novedad de que un ser querido se descubrió un bulto que antes no tenía en el cuerpo. Con los tiempos habituales de una obra social, sacás un turno para despejar cualquier duda. Al principio funciona de esta manera: "esto no nos va a pasar a nosotros. Ella no va a tener nada". Pero no es así. El diagnóstico, al fin, es el de un tumor maligno. Entonces comienza el mundo de la enfermedad y su tratamiento, de los opinadores profesionales, de los bienintencionados molestos. La sensación, pesada como una losa, de que todo está hecho para que la necesaria tranquilidad –"que es la mitad del tratamiento", como también te explican- sea un bien escaso y casi inexistente. De repente, la amenaza del cáncer pone en evidencia la indiferencia e inhumanización de un sistema de salud que en teoría debe proteger, atender y contener. Deshumanización disfrazada de "virtualidad" y "eficiencia".

El paciente debe someterse a infinidad de estudios, una operación y un tratamiento, lo que es lógico. Pero para llegar a esas instancias curativas o preventivas tiene, con anterioridad, que superar una verdadera carrera de obstáculos. Enfermarse no es solamente tener una afección más o menos riesgosa, que hay que extirparse y tratarse, sino atravesar una ciénaga de trabas y complicaciones que recuerdan la muerte de Artax, el blanco caballo de Atreyu que se dejó morir de pena en los Pantanos de la Tristeza, en uno de los momentos más intensos de La historia sin fin.

Es verano y algunos de los estudios necesarios para el diagnóstico definitivo requieren "autorización". Vivimos en el Conurbano pero debemos acercarnos al centro para hacer ese trámite. Allí nos informan que –afortunadamente, creemos en ese momento- alcanza con fotografiar la orden y enviarla por mail para que se inicie el trámite. Lo hacemos en la siguiente ocasión, pero la administración nunca acusa recibo, ni informa si el estudio fue autorizado o no, por lo que el día anterior al estudio (que implica ayuno, ingesta de remedios) hay que acercarse a Capital Federal, ya que no sabemos si llegado el momento harán el estudio o no. "Ah, sí. Estaba autorizado", nos informan. "¿No pueden avisar?", pregunto. "No es el procedimiento".

La enfermedad obliga no solo a aprender cantidad de palabras y conceptos: "carcinoma", "ganglio centinela", "índice Ki", o evaluar cómo dar la noticia a les hijes, sino también a tolerar un destrato que demuele la mejor de las voluntades. El problema de salud real se mezcla, cuando aún la familia no ha aprendido del todo a jerarquizar y acomodarse a la nueva situación, con lo que supuestamente son "beneficios" para los afiliados. Los turnos se pueden sacar online. ¿Todos? No. Pero eso sólo se descubre luego de navegar a través de páginas y más páginas de internet desarrolladas para facilitar la tarea. La posibilidad de reservar turnos, como en el Cyber Monday, es limitada. Para obtener uno para dentro de "X días" para "H especialista", hay que esperar a determinada hora de un viernes, que es cuando el sistema "abre la semana". Por teléfono informan que, no obstante, el turno se puede reservar personalmente. Para estar tranquilos, bajo el sol rajante de febrero, peregrinamos a hacer una cola de cuarenta y cinco minutos, promedio, para que una administrativa fastidiada (le toca trabajar de cara de la prestadora) nos informe que "a ella el sistema tampoco le habilita la semana". "Pero le puedo dar un sobreturno", lo que rápidamente aprenderemos a traducir como "será una amansadora".

Es probable que las prestadoras imaginen que aguardar en línea a que te atiendan es una suerte de tratamiento, una preparación para las horas que hay que pasar mientras se aplica la quimioterapia. Pueden pasar 45, 50 minutos, para que la comunicación se corte, o escuchemos aliviados un "lo derivo", para que una voz anónima nos diga que los turnos se sacan online (ya vimos lo que sucede) o en persona (ídem).

Anónimo, siempre anónimo. El anonimato de quienes atienden al enfermo o sus familiares no es casual. Es un aspecto más del proceso impersonal e inhumano en el que hemos transformado un costado tan sensible como lo es el cuidado de nuestros enfermos. Es como si para llegar a la instancia de poner el cuerpo –porque de eso se trata- el enfermo obligatoriamente deba pasar por una serie de filtros. La sensación es que la obra social se protege de quienes la necesitan, cuando debería ser al revés.

Anónimo y fragmentario. Así es el trato, y también la información que maneja cada una de las personas con las que debemos interactuar, lo que multiplica los trámites y las dificultades. Y en el último eslabón, así es el conocimiento que el paciente tiene de lo que le sucede, salvo que insista e insista.

Llega finalmente el momento de la consulta con el/ la cirujana que extirpará el tumor. Han pasado dos meses desde la detección del bulto. Entre otras cosas, hemos podido "hacer rápido" (vaya) porque una conocida de un conocido ha hablado con quien hace de "enlace" (otra nueva palabra) entre el sindicato y la obra social. Si no, los tiempos hubieran sido aún más largos. "Turnos para operarse sobran, no hay problema", nos dice la médica que nos recibe. Que no es la cirujana, sino que integra un "equipo". La cirujana jefa es una figura fugaz que va y viene entre los consultorios, chequea por WhatsApp horarios y diagnósticos y ladra órdenes a sus colegas. Tenemos tiempo de sobra para ver cómo trabaja pues debemos esperar tres horas una vez (sala de espera colmada, todos pacientes oncológicos, pobre Artax), otro tanto en dos ocasiones más, hasta acorralarla en la puerta de un ascensor para que ponga fecha de operación.

Una vez hecha la cirugía, solo yo pude hablar con la cirujana en la puerta del quirófano. Me informó el resultado de la operación, que luego resultó ser diferente con el "estudio patológico definitivo", veintiocho días después. Nadie se imagina la diferencia que puede hacer en la vida de una persona la diferencia entre "negativo" y "positivo" hasta que se aferra a la primera de las palabras como un pasaporte a la tranquilidad. Y eso es lo que pasó por la falta de información pre y post operatoria. Nos dijeron una cosa, pero la "epicrisis" (una nueva palabra) que pudimos retirar un mes después, ya el día de la operación decía otra.

La cirujana jefa ni siquiera habló una vez con una persona que puso su vida en sus manos. Sonará hiperbólico, puede ser. Encabeza un equipo. Pero resulta que luego de la cirugía, descubrimos que "los mastólogos" opinan de una manera, "los oncólogos" de otra y "los patólogos… ah, los patólogos". Nos lo deja claro la médica que nos hace el chequeo previo a la primera quimioterapia. "¿Por qué no se consultan entre ustedes?", preguntamos. "Porque trabajamos en centros diferentes". "Pero la información contradictoria genera angustia", respondemos. "No todos los pacientes son como ustedes, que preguntan. Algunos no entienden lo que les decimos", nos contestaron.

Y es curioso, porque si escribo esto es porque en definitiva yo tampoco entiendo.

Acaso uno pida demasiado: que parezca que somos personas mientras nos tratan. Y probablemente no se le pueda pedir al sistema de salud que actúe a contracorriente del clima dominante: precario, de falsa comunidad, de sonrisas permanentes en las pantallas, mientras la corrosión avanza y cada vez nos acostumbramos más a ser menos personas.

Así y todo, no deberíamos dejar que la Nada avance, por más Pantano de la Tristeza que tengamos enfrente. Pero sería tanto más fácil si recordáramos lo que nos distingue como humanos. No debería ser necesario ningún riesgo, ninguna enfermedad, para que la empatía organizara nuestros días.

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