Entrevistas. Camino a los 60 años.
Juan Ramón y Lidia (Licha) se jubilaron hace 31 años de nuestro hospital. La historia de la enfermería se teje en sus relatos.
De cuando el Hospital apenas abría sus puertas
Juan Ramón y Lidia (Licha) llevan 31 años como jubilados de nuestro hospital.
Los dos cerraron su etapa laboral el mismo día en el año 1991. Se desempeñaron como enfermeros en las diferentes salas de internación que existían en los 60´s. Ambos fueron jefes de salas. Los dos recuerdan, de memoria y sin dudar, el día en el que ingresaron por primera vez a aquel Hospital Dr. Antonio Roballos: ella, el 15 de septiembre de 1967; él, el 13 de enero de 1968.
La nota se escribe de a dos, porque relata además, la historia de una pareja que se encuentra en la institución, se enamora y funda una familia. En ella, crecen dos hijos, el menor, Juan, también se desempeña como enfermero en nuestro hospital.
Coincidieron en una guardia. En la radio se escuchó “No puedo quitar los ojos de ti” de Matt Monro. Juan, le preguntó a Licha cómo era el nombre de esa canción y, ni lerdo ni perezoso, respondió: “A mí me pasa lo mismo”. Ahí, la invitó a salir.
Ambos llegaron cuando el hospital abría sus puertas a la comunidad terapéutica, en plena intervención del Dr. Guedes Arroyo, apenas 4 años después de la inauguración del edificio.
“Guedes era una persona excelente. Muy educada y respetuosa pero exigente con todo el personal. Venía, tocaba los muebles y sí sentía tierra nos mandaba a hacer limpiar, si veía a una paciente desalineada, nos pedía que nos ocupemos. Si un baño perdía o algo necesitaba mantenimiento y él lo advertía, nos avisaba para que nos ocupemos de resolverlo”, relatan Licha y Juan.
De su primer día, Juan Ramón recuerda a una compañera muy afectuosa que lo sorprendió con un beso como bienvenida: Juanita. Licha se divierte en el relato y acota que Juan era muy serio y no era de dar besos. Juana Camarano se desempeñaba en Terapia Ocupacional hasta que se recibió como psicopedagoga. Al saber su nombre, Juanita se presentó e hizo los chistes correspondientes: “Vos Juan, yo Juanita.”
Juan fue uno de los pocos enfermeros hombres que se desempeñaban en aquel entonces. Las salas de internación de hombres se abrieron en la época de Guedes Arroyo por lo que, hasta entonces, no había demasiado personal masculino. Juan Ramón estuvo algunos pocos días en el turno de la mañana, algunos años por la tarde y mucho tiempo durante la noche.
“Si algún día me dormía, lo hacía sentado. Tenía la costumbre de quedarme en el pasillo de la sala. Con el tiempo hasta te dabas cuenta por los ruidos, de quién iba al baño, quién se despertaba...”
Tanto Juan como Licha hablan con mucha nostalgia del hospital. No sólo fue su lugar de trabajo, sino que el hospital, además, entrama sus historias y la de su descendencia.
Ella, ubica que extraña a las mujeres que antes estaban a su cuidado. El primer nombre que aparece a la hora de recordar a alguna es el de “Tati”, quien llegó en la misma época en la que ella ingresaba al hospital. “La encontraron divagando en La Paz. Era jovencita, no hablaba, era muy agresiva”. Él lo menciona a Marcos (Marquitos para muchos de los que lo conocimos y quisimos). Los ojos de Juan, no son tan celestes como los de Licha, pero ambos brillan y se emocionan con el recuerdo de las personas que estuvieron a su cuidado.
La profesionalización de la enfermería
Licha fue una de las primeras enfermeras formadas en la escuela “Mercedes Guerra”, que funcionaba en el colegio San Antonio, de nuestra ciudad. Tres años de carrera la ubicaron dentro del grupo de las primeras enfermeras profesionales de aquella época. Eran tiempos en los que la mayoría de las personas dedicadas a éstas tareas de cuidado eran “empíricas”, es decir, se formaban a medida que se desempeñaban o a partir de un curso de pocos meses que solía dictarse en el Hospital San Martín.
Licha recuerda esos primeros pasos de la profesionalización de su carrera como difíciles. “La mayoría de las personas jefas de entonces, veían a las recientes recibidas como una amenaza. Fue necesario tiempo para que todos nos adaptemos”. Ella llegó a nuestra institución en el marco de las prácticas profesionales que tuvo que hacer una vez al mes, durante 6 horas y por la mañana. El germen del hospital escuela brotaba ya por esa época. Licha ubica que “el hospital era otra cosa, estaba todo cerrado, las pacientes estaban todas en el solar. Las mujeres viejas que trabajaban no querían a las chicas jóvenes porque eran competencia. Nos encerraban con las mujeres en el solar. Así que charlábamos con ellas y, a lo sumo, les administrábamos alguna medicación.”
El miedo era el denominador común de esas jóvenes estudiantes, pero la necesidad de aprender guiaba la tarea. “A mí me gustó el trabajo que hicimos en la sala de mujeres. Con el tiempo, ya como trabajadora, logramos instituir algunas fechas como navidad, fin de año, cumpleaños: Preparábamos los regalitos, el arbolito…” Hábitos que antes no estaban y ahora aún, se siguen sosteniendo.
Juan, por su parte, obtuvo el título de enfermería en la Marina, en Puerto Belgrano. Sin embargo, no le sirvió de mucho porque entregó su certificación original en su trabajo y ya nunca pudo recuperarlo: “No era época de fotocopias”. Con el tiempo, incorporó algunos cursos, mientras ya estaba desempeñándose en el hospital. Ingresó directamente después de haber hecho la colimba (servicio militar obligatorio en nuestro país, hasta 1994). Reconoce que su vocación era la Marina, pero desistió porque algunas cosas que no le gustaron y el hospital fue una salida laboral. “Tenía 22 años cuando ingresé, era muy inconsciente y tuve mucha suerte. Siempre respeté y fui muy respetado”.
Otras épocas, otros tratamientos
Juan y Licha, formaron parte de un tiempo donde las prácticas en salud mental eran muy distintas a las actuales, haceres que hoy son revisados.
“Antes éramos cinco o seis personas intentando contener a un paciente y no lo lográbamos”.
El contexto era diferente. En el hospital, cuando Licha y Juan ingresaron, había tres salas de internación, algo más de 100 trabajadores y 150 personas internadas -la proporción hoy es totalmente invertida.
A los que llegamos después y hemos conocido otro hospital, nos cuesta asimilar algunos relatos:
“En 23 años, una sola vez me pegaron”. Juan Ramón lo cuenta como una suerte. “Eran otras épocas, cuatro personas por habitaciones, pabellones con más de 50 pacientes. Por suerte éramos muy unidos, había mucho compañerismo”.
Licha, sin embargo, no tuvo la misma suerte. “A mí me la dieron varias veces, incluso una vez quedé inconsciente”.
Estas situaciones ya no son corrientes. Cuando le preguntamos a ambos por las cosas que pudieron haber mejorado esos contextos ambos esbozan algunas hipótesis: Licha supone que tiene que ver con la reducción de personas en las salas, la eliminación de los boxes -que eran 6 o 7 y todos llenos. También ubica que todas las situaciones eran agudas. No existían por esos años la noción de “crónicos” ya que la población era toda nueva y recién llegada al hospital recientemente inaugurado.
Por su parte, Juan, resalta las mejoras en la medicación como dato a tener en cuenta y cómo, poco a poco, se fueron dando altas y fue mermando el número de personas internadas. Ya comenzaba a circular la noción de la importancia y lo necesario de hacer tratamiento cerca de las familias y los afectos.
“Antes se hacían cócteles y no les hacía efecto. Ha variado mucho la medicación desde entonces a ahora. El electroshock se hacía de manera cuidada y daba resultado. Era un tratamiento más y había pacientes que no salían si no era con eso. En otros lugares se lo utilizaba como castigo, pero aquí se hacía de manera cuidada. No lo aplicaba cualquier médico, eran unos pocos los que se encargaban de esa tarea y nosotros teníamos la función de atender y cuidar al paciente”, relata Juan, ubicando un tiempo bien distinto al que vivimos ahora.
Licha recuerda que en la sala de mujeres también se realizaban electroshock y tratamientos insulínicos. “Estos últimos eran muy peligrosos. Se iniciaban por la mañana, la paciente pasaba todo el día sin comer y a la madrugada corría el riesgo de caer en coma. Ahí las enfermeras teníamos que sacarlas con algún suero o nos adelantábamos calentando una leche con mucha azúcar. Era un tratamiento que nos daba mucho miedo, se indicaba cuando la paciente era muy agresiva”.
Las rutinas de la enfermería
Los horarios parecen sostenerse en el tiempo. Ambos recuerdan que las 7, 13, 18 y 21 eran los establecidos para la medicación y los controles vitales.
Entre las tareas que relatan recuerdan: administrar la medicación, cuidar la higiene de los pacientes -lo que suponía ayudar en el baño, cortar el pelo y las uñas, afeitar-, armar camas y cambiar sábanas, cuidar la limpieza de la sala, colocar inyectables, sueros…
Licha trabajó mucho tiempo en la sala de mujeres. Sólo una vez al año a la mañana, y el resto de tarde. Recuerda a Pocha Roldán y Teresa Garay, con quienes eran muy compañeras.
“Ingresaba a las 13 hs. y tenía que dar medicación. Las pacientes se acostaban un rato, a las 15 hs se las levantaba, se las higienizaba y merendaban –la mayoría en el comedor, porque antes todo ocurría ahí, pero algunas elegían la sala y había que lavar las cosas al terminar. A las 16 hs. nuevamente se entregaba medicación o se realizaban sueros (sobre todo para las mujeres antidepresivas) y luego hacíamos la “toilette”. A las 18 se daba nuevamente medicación y a las 19 cerraba nuestra guardia y si estaba todo tranquilo, nos íbamos. La mayoría de las veces éramos dos enfermeras por sala. A la tarde, sólo estaba abierto Estadísticas, Mesa de Entradas, la Guardería, Terapia Ocupacional, apenas algunos consultorios y la Guardia”.
De la sala de hombres, Juan recuerda a algunas compañeras y compañeros; Rosita Avellaneda –Licha acota que ella defendía al personal, “era buenísima”- y a Emilio Santana, enfermero del turno de la mañana que luego se recibió como psicopedagogo.
A la noche había un solo enfermero por sala. “No había mucho más personal que ese al principio. Después comenzaron a sumarse más, hasta los pacientes con custodia policial ya existían por entonces.”
En la sala de abajo –la que hoy conocemos como C- era donde estaban las personas con problemáticas de consumo de alcohol y aquellas con otro tipo de problemas. “Los alcoholistas eran los que nos daban una mano cuando se ponía bravo porque éramos pocos. Yo solo, a veces, tuve que hacer 20 inyecciones intramusculares, 10 sueros endovenosos en ampollas, más los comprimidos para cada paciente”, recuerda Juan.
Licha dice que la enfermería le gustó desde chica: “Mi hermano menor me recordaba que yo siempre decía que iba a dedicarme a ésto”. Ella organizó su lugar de trabajo en función de sus ocupaciones familiares y la crianza de los hijos. Es así que terminó aceptando, después de 15 años en la sala de mujeres, la jefatura de sala de hombres para conservar el turno en el que más cómoda resolvía los horarios de la vida familiar. Por esto, para Licha fue un alivio jubilarse: “La cotidiana familiar, el ir y venir, y el trabajo de ese entonces en la sala fueron muy ajetreados”.
Mamá y papá de dos hijos. Uno de ellos, enfermero
Juan Hernández, es hijo de este matrimonio. Él se desempeña como enfermero de nuestro hospital pero también ha trabajado en el Departamento de Enfermería del Ministerio de Salud, pensando cómo profundizar la profesionalización de la enfermería. Lo hace, hoy también, desde la supervisión de este servicio en nuestra institución y también desde la formación de futuros profesionales en la carrera de UADER.
Cuando les preguntamos a Licha y Juan sobre la experiencia de un hijo recorriendo los mismos pasillos que ellos durante tanto tiempo, las palabras de orgullo inundan la conversación. Ojos desbordantes de emoción y voces entrecortadas se mezclan con las historias de un pequeño y siempre inquieto Juan.
Entre las muchas líneas que quedan por fuera del rico y nutrido relato de estas dos personas trabajadoras de nuestro hospital aparece el rescate de la figura de Sergio Izza –director desde 1987 hasta 1991-, las fiestas de enfermería que ya se celebraban en los noviembre de cada año, lo “compinche” de las compañeras y compañeros de entonces, el trato humano en el cuidado de aquellas primeras personas usuarias del reciente hospital, las diferencias que se acentuaban en el trato con los médicos: “las enfermeras jefas nos hacían pedir permiso cuando ellos conversaban”. También esta historia guarda muchos nombres e imágenes de personas que estuvieron a su cuidado y de las que guardan hermosos recuerdos.