Entrevistas: Caminando nuestros 60 años
En esta ocasión charlamos con dos de las primeras trabajadoras de nuestro hospital.
Irma Cuesta y Estela Centurión: Los primeros pasos en el registro institucional
Irma Cuesta (conocida como “Chiquita” de Pannuto) y Estela Centurión trabajaron en los primeros años de la historia de nuestro hospital, allá por el año 1967. Una de ellas aparece en la foto icónica que recupera lo que, oficialmente, se tiene como una de las primeras imágenes de trabajadoras y trabajadores del hospital.
“Fue hecha en la intervención de Guedes Arroyo (en tiempos de la comunidad terapéutica). Ahí falta mucha gente, sólo está el turno de la mañana que esperaba por el colectivo de regreso a sus hogares”.
En el relato de estas mujeres se trasluce la transformación institucional y el cambio de paradigma de atención que fue transitando nuestro hospital.
“Cuando nosotras llegamos estaban la mayoría de las habitaciones vacías. Pasados algunos años llegamos a tener 240 pacientes internados. Había cuatro personas por habitación. Mucho después se fueron reduciendo a tres por dormitorio y, poco a poco, se fueron incorporando consultorios en las habitaciones que se desocupaban. Al principio sólo estaban habilitados los solares, los office de enfermería y el resto eran habitaciones”.
En algún punto, Estela y Chiquita inauguraron la oficina de Estadísticas en tiempos donde la institución comenzaba a fundarse. Fue allí también donde ambas se jubilaron.
“Con nosotras estaba Marta D´agostino y en el otro espacio -lo que hoy es el archivo de Estadísticas-, estaba Rosita Mariño que era nuestra jefa”.
Sobre las dificultades para llegar a trabajar
A finales de la década de 1960 solo un colectivo pasaba a las 6 de la mañana, y después se debía esperar hasta las 13 o quienes extendían su estadía en el hospital recién podían tomarse el de las 19hs. Es decir, un colectivo para cada cambio de turno laboral.
“El que no llegaba a horario, no tenía otra opción. A la tardecita ya estaba todo oscuro y muy descampado. Los días de lluvia, si perdíamos el colectivo tomábamos una alternativa que pasaba abajo, por el camino viejo. En esa época no existían los clubes que rodean hoy al hospital. Todo era monte y no había iluminación. Si llovía, nos pasábamos para el campo del golf, levantando el alambrado, porque no podíamos caminar por el barro. Botas, piloto y paraguas eran poco elementos para combatir las inclemencias el tiempo. Te tenías que bancar la soledad y hacer ese trayecto sola. Eran épocas en la que los usuarios andaban con culebras que recogían acá en el predio”.
Estela y Chiquita recuerdan que por aquella época se estaba construyendo el túnel subfluvial -inaugurado en 1969:
“La única calle se había convertido en un sendero de arena. Todo estaba lleno de escombros, sorteábamos los montículos de tierra para poder llegar al hospital”.
Ambas tienen presente el ruido de unas cadenas que se escuchaban como un llanto macabro constantemente. Se trataba de las maquinarias que utilizaban para dragar la arena, cavar y colocar los tubos del túnel.
De aquella aventura de volverse del trabajo en un carrito lleno de pasto que venía de las quintas por calle de tierra al pavimento, iluminación y con frecuencias de colectivos, pasaron muchos años. Chiquita y Estela no dejan de asombrarse de la cantidad de autos que se estacionan en el hospital, lo que habla además, de la mayor cantidad de personas trabajadoras.
El reencuentro con el hospital les genera emociones ambivalentes. Hay espacios que los ven más lindos, otros muy distintos y hasta desmejorados en comparación con la época en la que ellas trabajaban. A esta época la relatan mucho más difícil pero, a su vez, más familiar, íntima y de mucho compañerismo.
“Antes éramos una gran familia. La convivencia con los pacientes era cotidiana, venían y compartían con nosotros la rutina. Era efectivamente una comunidad terapéutica. Guedes Arroyo logró que todo eso sea muy llevadero. Todos iban y venían, nadie cerraba ninguna puerta con llave. Éramos una hermandad, todo era convivencia. Eran otras épocas, no había computadora, nada. Poníamos en funcionamiento y a prueba nuestra memoria. Todo era a máquina de escribir mecánica, sabíamos de memoria todo. Recordábamos una historia clínica tan grande que nos servía de modelo por todos los certificados que tenía”.
Asistencia perfecta
Pese a las dificultades para llegar a lo que era una zona muy despoblada de la ciudad, tanto Estela como Chiquita sonríen al recordar las pocas faltas que cosecharon en sus años de trabajo y la responsabilidad que suponía la asistencia. En su paso por el hospital las únicas licencias usadas fueron las anuales y las por maternidad, ya que ambas tuvieron dos hijos cada una.
Chiquita: “Teníamos que llegar. No había teléfono para avisar. La asistencia era severa”.
Estela: “Yo creo que nunca falté”.
Chiquita: “Un día buscaban mi ficha en recursos humanos y no la tenían porque nunca había faltado”.
El primer andar institucional
“Nosotros trabajamos un año antes del nombramiento. Yo había llegado dos o tres años antes como practicante de psiquiatría. Cursaba en la escuela privada que tenía el Dr. Oscar Rubén Cook que funcionaba en la Cruz Roja. En ese grupo estaba también Silvia Ancillotti, que era administrativa del hospital. Yo era maestra de grado hasta que el Dr. Cook me dijo que venga a trabajar como auxiliar de psiquiatría en sala”, relata Chiquita.
Por su parte, Estela recuerda su llegada a la institución:
“Tenía 22 años. Mi hermana trabajaba en salud pública y me dijo que estaban tomando personal. Pedí una audiencia con el Dr. Guedes Arroyo, que era un tipo común que andaba comúnmente por los pasillos. Me entrevistó en la dirección y al día siguiente comencé a trabajar. Acá nos encontramos con Chiquita, con la que ya éramos vecinas de la niñez. Tuvimos que armar la oficina que estaba toda desocupada. Acá estaba todo vacío”.
Por momentos la entrevista se convirtió en una charla de amigas y compañeras de la vida. El equipo de comunicación tuvo la suerte de espiar la intimidad de esas conversaciones entre anécdotas, risas y mucha añoranza de aquella época de la que aún recuerdan al compañero de despensa y a Don Norberto Díaz ayudándolas a traer la mesa larga desde el comedor a la recién estrenada oficina de Estadísticas. Parece que tuvieron que dar muchas vueltas para entrar en la habitación donde, además, tenían un mostrador en el que estaba el teléfono que funcionó como el primer conmutador del hospital.
La oficina de Estadísticas muy pronto pasó a ser departamento por la multiplicidad de tareas realizadas y la extensión horaria:
“Atendíamos al público, asignábamos turnos, abríamos la ficha para el fichero central y confeccionábamos la historia clínica con sus diferentes hojas: la identificatoria -donde se incluía el nombre completo y, en el caso de las mujeres casadas, siempre se incluía el apellido de soltera-, la anamnesis, la parte clínica y la hoja psiquiátrica hasta que se incorporaron nuevas disciplinas. Aparte, hacíamos cuestiones administrativas como la contestación de expedientes judiciales, donde aprendimos un montón de Doña Carlota Alvarado. Teníamos días productivos, realmente ocupábamos el tiempo. Solo cortábamos para ir a almorzar”.
De las primeras mujeres a las más de 140 personas internadas
“Este hospital vino del ‘loquero’ de calle Diamante. Recuerdo que había historias clínicas grises que llegaron desde allí, más pequeñas que las nuevas de color naranja. Antes, algunas de las mujeres, habían estado en el establo de la sodería de Gismondi que estaba por la zona del hipódromo[1]. Después, las trasladaron al Hospital de Tisiología Pasteur, donde había una sala para enfermos mentales. Finalmente, fueron a un lugar donde antes había prostitutas, que estaba en calle Diamante”, relata Chiquita, quien accedió a esa información a través de una cocinera que trabajaba en nuestro hospital y en otros efectores de salud por la época de los 50 y 60´s.
“Comencé a indagar en la historia a partir de la consigna de una clase que nos dio Delia Lita Pross, una enfermera e instructora de la Cruz Roja. Todas las veces teníamos capacitaciones y en una oportunidad Lita nos da la consigna. Yo tenía una vecina cocinera que había trabajado en el hospital y que también había estado en calle Diamante, entonces me apunté a la tarea. Así fuí hablando con uno y con otro y conociendo que, además desde calle Diamante, habían venido los médicos Volpe, Rivas (quien era director del leprosario), Barbagelata, Waissmann y Cook. El Dr. Volpe me aportó varios datos”.
Esta recuperación histórica que realizó Chiquita fue un fuerte antecedente de la tesis de maestría de María del Carmen Trucco que recupera la historia institucional y que hoy es uno de los pocos documentos que registran esta información. Los tiempos en los que Chiquita trabaja sobre la historia del hospital coincidieron con épocas en las que comenzaron a hacerse los ateneos.
“Era toda una revolución para los que trabajábamos en la oficina de Estadísticas, nos pedían datos, historias clínicas, archivos, de todo”.
La llegada de las nuevas generaciones y el arribo de nuevos y más profesionales, hacen que Chiquita y Estela relaten con cierta nostalgia todo lo que fue cambiando. La mística de pequeña comunidad comenzó a fragmentarse en ese ampliarse, un relato insistente entre los compañeras y compañeros trabajadores de la vieja guardia.
“Nosotras estábamos de 7 a 19 acá, elegíamos pasar mucho tiempo acá. Don Alvarado nos traía el desayuno y almorzábamos en el comedor. Nuestra asistencia era perfecta”.
El compartir mucho más tiempo del indicado por la jornada laboral por propio deseo es algo que se destaca. Entre risas y recuerdos aparece la nómina de algunas parejas que se conocieron y formaron dentro del hospital.
Un accidente que marcó la historia
Entre las historias de personas de larga data de internación en el hospital aparecen algunas sobre quienes fueron internadas desde muy pequeñas. Ocurre que, en los inicios, nuestro hospital se ocupaba de las infancias. La psicopedagoga Nélida Bracco (cuya placa conmemorativa estaba en el hall de entrada del hospital) y la psicopedagoga María del Carmen Acosta, eran dos de las profesionales que se ocupaban de esta atención infantil. El resto del equipo estaba integrado por el Lic. Hugo Jaime y la Dra. Ernestina Testai de Neiffer.
Lamentablemente, además de su profesionalismo, lo que trasciende en la historia de Nelly es el accidente que tuvo junto a otros compañeros del hospital, una referencia que ya recogimos en otra de estas entrevistas:
“Volvían de Viale, de un efector de salud donde un equipo del hospital iba a acompañar y capacitar. Al regreso de uno de esos viajes, donde también estaba Marta D´agostino, chocaron dos autos, entre ellos una ambulancia, y eso hizo que nuestros compañeros terminarán contra unos árboles”.
En ese trágico accidente fallece la psicopedagoga y otros compañeros del hospital quedan con importantes lesiones.
El momento donde las compañeras de toda la vida se separan
Estela y Chiquita, quienes hoy llegaron juntas a reencontrarse con el hospital, tienen una vida compartida. Sin embargo, cuando se pavimentaron las calles de nuestra institución -más como una referencia temporal que otra cosa- Chiquita continuó trabajando desde lo gremial y en pos de la Ley N°8281. Dicha reglamentación establece para los agentes de la administración pública provincial un régimen laboral especial para quienes desempeñan sus funciones en los servicios de salud mental.
Por su parte, Estela, durante un tiempo se trasladó al turno de la tarde, donde funcionaban los consultorios externos.
“Concurría la psiquiatra Estela Zaccagnini y la psicóloga Mercedes Di Giusto para la realización de las reuniones con alcohólicos. Recuerdo a Berta Escudero que atendía a las personas con causas penales y lo primero que hacía, era pedir que les saquen las esposas a los pacientes. Había muy poco personal a la tarde y ella, aparte de las reuniones de alcoholismo, atendía a los presos. Luego se incorporó la Dra. María del Trucco, los consultorios eran activos”.
Para Estela las tardes quedaban cortas, a veces se iba con tareas pendientes y sus actividades se repartían entre:
“Atender a los familiares de las personas internadas, dar turnos, archivar y desarchivar historias clínicas, realizaba certificaciones, tomaba asistencia de los presentes a reuniones, entre otras cosas”.
Sobre los directores que más recuerdan
La marca fuerte de Guedes Arroyo, aparece en esta generación de trabajadores.
“Andaba siempre impecable, de chaquetilla y pantalón blanco. Muy paternal, amable y exigente”.
Durante ese período se formó el departamento de Terapia Ocupacional a cargo de Rosita Datto que puso una sala de belleza.
“Se modernizaba la ropa de las pacientes, se las maquillaba, se les hacía las uñas y recibían un cuidado especial. Morocha, que era una peluquera muy agradable, ayudaba con el embellecimiento del cabello”.
Luis Pettina, fue el interventor que estuvo después de Guedes Arroyo. Él vivía dentro del hospital, donde hoy está la dirección.
“En su momento, ese espacio era uno de encuentro para los trabajadores y había una especie de buffet donde nos encontrábamos”.
Cierres y retornos
Estela, quien fue la primera administrativa en jubilarse con el régimen especial que tenemos los trabajadores de salud mental, volvió a la institución a través de la Cooperadora.
“Fue un modo de retribuir al hospital todo lo que me había dado”.
Mariquita Pinturela, quien había sido jefa de sala de hombres, fue la presidenta, también estuvo Cachito Irribarren -el papá de Juan quien hoy es jefe de la sala de mujeres-, Inés Martínez y José Irusta.
“No es fácil estar en una cooperadora, nos fuimos formando de a poco. Ya existía en el hospital pero la tomamos y estuvimos dos mandatos.”
Tanto Chiquita como Estela hablan del hospital con el corazón. Lo sienten como propio, saben del esfuerzo y el compromiso que exigió de ellas durante muchos años. Su vuelta a la institución para esta nota generó nostalgia, alegrías y algunas sorpresas. Algo de todo lo que generan los espacios que nos atraviesan y por los que uno no pasa sin más.
[1] “En 1937, en la intendencia de don Francisco Bertozzi, se crea en Paraná el refugio de alienados que era exclusivo para mujeres. Como edificio se utiliza una antigua licorería de la calle Deán J. Álvarez. En lo que había funcionado como salones de venta de la licorería Gismondi, se ubicaron los consultorios y la parte administrativa; mientras las salas para los pacientes ocupaban el lugar, precariamente reacondicionado, de la caballería (en desuso) y del galpón donde estaban los elementos de reparto y depósito en general. El local era alquilado además de precario, y la atención brindada muy escasa. Más bien era un depósito de enfermos. A mediados de la década del cuarenta, dada la necesidad de atender a un número mayor de enfermos y Las condiciones edilicias que distaban mucho de ser Las ideales, se comienza la búsqueda de otro lugar. En esos años, la política del gobierno nacional había llevado al cierre de los prostíbulos y por lo que se consiguió en alquiler un local en calle Diamante, que había sido sede del prostíbulo La Francesa. A ese edificio se le anexa un galpón, que precariamente se lo reacondicionó para ser utilizado como sala (...) la internación sigue siendo sólo para mujeres. Aproximadamente contaba con 70 camas y la modalidad era de puertas cerradas.” (Trucco, María del Carmen, tesis de maestría)